La vida a los 25 es una montaña rusa. Es una subida lenta y emocionante a lo más alto. Subes pensando que caer va a ser igual o más divertido, que siempre después de la caída vas a volver a subir, y que el conjunto de subidas y bajadas va a ser siempre apasionante. Cuando tenías 20 así te lo parecía. Ahora, con 25, subes vigilando tus bolsillos, analizando las medidas de seguridad, el ruido del mecanismo de la atracción, calculando la distancia al suelo en caso de fallo del sistema. Y la montaña rusa te despide a sus loopings, ahora para abajo, ahora de costado, ahora del revés. Y sientes miedo. Miedo de perder la cartera, de marearte, de caerte. Cuando vuelves a poner los pies en el suelo estas confundido, no sabes si querrías volver a subir, no sabes hacia que atracción dirigirte ahora. Pruebas otras tantas, la montaña rusa de agua, la lanzadera, los coches de choque, el pasaje del terror. En todas tienes la misma sensación.
Después de un largo día de tensión, de pequeñas euforias y grandes temores, allí las vislumbras, al fondo del parque, rodeadas de almendros en flor, de niños felices y padres sonrientes, mecidas por la leve brisa otoñal: allí están las sillitas voladoras. Sólo quieres sentarte, despegar los pies levemente del suelo y que su inercia te balancee mientras te acaricia el aire fresco de su movimiento. Ojos cerrados, brazos extendidos, piernas relajadas, sonrisa plácida y serena. Que no se paren nunca, piensas, y que la vida sea esto, mecerse felizmente en un circulito de bienestar.
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